LOS SONIDOS DEL MUNDO
(*)Carlos Castaneda
Inicié el ejercicio de escuchar los “sonidos del mundo” y lo prolongue por dos meses, como Don Juan había especificado. Al principio resultaba torturante escuchar y no mirar, pero todavía peor era el no hablar conmigo mismo. Al finalizar los dos meses yo era capaz de suspender mi diálogo interno durante períodos cortos, y también de prestar atención a los sonidos… Escuché con atención. Estaba sentado con la espalda contra el costado rocoso del cerro. Experimentaba un entumecimiento leve. Don Juan me advirtió que no cerrara los ojos. Empecé a escuchar y pude discernir silbidos de pájaros, el viento agitando las hojas, zumbido de insectos. Al colocar mi atención unitaria en esos sonidos, pude distinguir cuatro tipos de diferentes de silbidos. Podía diferenciar las velocidades del viento, en términos de lento o rápido; también oía el distinto crujir de tres tipos de hojas. Los zumbidos de los insectos eran asombrosos. Había tantos que no me era posible contarlos ni diferenciarlos correctamente. Me hallaba sumergido en un extraño mundo sonoro, como nunca en mi vida. Empecé a deslizarme hacia la derecha. Don Juan hizo un movimiento para detenerme, pero me frené antes de que él lo hiciera. Me enderecé y volví a sentirme erecto. Don Juan movió mi cuerpo hasta apoyarme en una grieta en la pared de la roca. Despejó de piedras el espacio y puso mi nuca contra la roca. Repitió una y otra vez que toda mi atención debía concentrarse en mi oído. Los sonidos recobraron prominencia. No era tanto que yo quisiese oírlos; más bien, tenían un modo de forzarme a concentrarme en ellos. El viento sacudía las hojas. El viento llegaba por encima de los árboles y luego caía en el valle donde estábamos. Al caer, tocaba primero las hojas de los árboles altos: hacían un sonido peculiar que me pareció rico, rasposo, exuberante. Luego el viento daba contra los arbustos, cuyas hojas sonaban como una multitud de cosas pequeñas; era un sonido casi melodioso, muy absorbente e impositivo; parecía capaz de ahogar todo lo otro. Me resulto desagradable. Me sentí apenado porque se me ocurrió que yo era como el crujir de lo arbustos, regañón y exigente. El sonido era tan semejante a mí que yo lo odiaba. Luego oí el viento rodar en el suelo. No era un crepitar sino más bien un silbido, casi un timbrar agudo o un zumbido llano. Escuchando los sonidos que hacía el viento, advertí que los tres ocurrían al mismo tiempo. Estaba pensando como fui capaz de aislarlos, cuando de nuevo me di cuenta del silbar de pájaros y el zumbar de insectos. En cierto instante, sin embargo, solo había los sonidos del viento, pero al siguiente, otros sonidos brotaron en gigantesco fluir a mi campo de atención. Lógicamente, todos los sonidos existentes deben de haberse emitido de continuo durante el tiempo en que yo sólo oía el viento. No podía contar todos los silbidos de pájaros o zumbidos de insectos, pero me hallaba convencido de que estaba escuchando cada sonido individual en el momento en que se producía. Juntos creaban un orden de lo más extraordinario. No puedo llamarlo otra cosa que “orden”. Era un orden de sonidos que tenían un diseño; es decir, cada sonido ocurría en secuencia. Entonces oí un peculiar lamento prolongado. Me hizo temblar. Todos los otros ruidos cesaron en un instante, y hubo completo silencio mientras la reverberación del gemido alcanzaba los límites extremos del valle; después recomenzaron los ruidos. De inmediato capté su diseño. Tras escuchar con atención un momento, creí entender la recomendación que Don Juan me hizo de buscar agujeros entre los sonidos. ¡El diseño de los ruidos contenía un espacio entre un sonido y otro! Por ejemplo, los cantos de ciertos pájaros tenían sus tiempos y sus pausas, y de igual manera todos demás sonidos que yo percibía. El crujir de las hojas era la goma que los unificaba en un zumbido homogéneo. El hecho era que el tiempo de cada sonido formaba una unidad en la pauta sonora general. Así, los espacios o pausas entre sonidos eran, si uno se fijaba, hoyos en una estructura.
Inicié el ejercicio de escuchar los “sonidos del mundo” y lo prolongue por dos meses, como Don Juan había especificado. Al principio resultaba torturante escuchar y no mirar, pero todavía peor era el no hablar conmigo mismo. Al finalizar los dos meses yo era capaz de suspender mi diálogo interno durante períodos cortos, y también de prestar atención a los sonidos… Escuché con atención. Estaba sentado con la espalda contra el costado rocoso del cerro. Experimentaba un entumecimiento leve. Don Juan me advirtió que no cerrara los ojos. Empecé a escuchar y pude discernir silbidos de pájaros, el viento agitando las hojas, zumbido de insectos. Al colocar mi atención unitaria en esos sonidos, pude distinguir cuatro tipos de diferentes de silbidos. Podía diferenciar las velocidades del viento, en términos de lento o rápido; también oía el distinto crujir de tres tipos de hojas. Los zumbidos de los insectos eran asombrosos. Había tantos que no me era posible contarlos ni diferenciarlos correctamente. Me hallaba sumergido en un extraño mundo sonoro, como nunca en mi vida. Empecé a deslizarme hacia la derecha. Don Juan hizo un movimiento para detenerme, pero me frené antes de que él lo hiciera. Me enderecé y volví a sentirme erecto. Don Juan movió mi cuerpo hasta apoyarme en una grieta en la pared de la roca. Despejó de piedras el espacio y puso mi nuca contra la roca. Repitió una y otra vez que toda mi atención debía concentrarse en mi oído. Los sonidos recobraron prominencia. No era tanto que yo quisiese oírlos; más bien, tenían un modo de forzarme a concentrarme en ellos. El viento sacudía las hojas. El viento llegaba por encima de los árboles y luego caía en el valle donde estábamos. Al caer, tocaba primero las hojas de los árboles altos: hacían un sonido peculiar que me pareció rico, rasposo, exuberante. Luego el viento daba contra los arbustos, cuyas hojas sonaban como una multitud de cosas pequeñas; era un sonido casi melodioso, muy absorbente e impositivo; parecía capaz de ahogar todo lo otro. Me resulto desagradable. Me sentí apenado porque se me ocurrió que yo era como el crujir de lo arbustos, regañón y exigente. El sonido era tan semejante a mí que yo lo odiaba. Luego oí el viento rodar en el suelo. No era un crepitar sino más bien un silbido, casi un timbrar agudo o un zumbido llano. Escuchando los sonidos que hacía el viento, advertí que los tres ocurrían al mismo tiempo. Estaba pensando como fui capaz de aislarlos, cuando de nuevo me di cuenta del silbar de pájaros y el zumbar de insectos. En cierto instante, sin embargo, solo había los sonidos del viento, pero al siguiente, otros sonidos brotaron en gigantesco fluir a mi campo de atención. Lógicamente, todos los sonidos existentes deben de haberse emitido de continuo durante el tiempo en que yo sólo oía el viento. No podía contar todos los silbidos de pájaros o zumbidos de insectos, pero me hallaba convencido de que estaba escuchando cada sonido individual en el momento en que se producía. Juntos creaban un orden de lo más extraordinario. No puedo llamarlo otra cosa que “orden”. Era un orden de sonidos que tenían un diseño; es decir, cada sonido ocurría en secuencia. Entonces oí un peculiar lamento prolongado. Me hizo temblar. Todos los otros ruidos cesaron en un instante, y hubo completo silencio mientras la reverberación del gemido alcanzaba los límites extremos del valle; después recomenzaron los ruidos. De inmediato capté su diseño. Tras escuchar con atención un momento, creí entender la recomendación que Don Juan me hizo de buscar agujeros entre los sonidos. ¡El diseño de los ruidos contenía un espacio entre un sonido y otro! Por ejemplo, los cantos de ciertos pájaros tenían sus tiempos y sus pausas, y de igual manera todos demás sonidos que yo percibía. El crujir de las hojas era la goma que los unificaba en un zumbido homogéneo. El hecho era que el tiempo de cada sonido formaba una unidad en la pauta sonora general. Así, los espacios o pausas entre sonidos eran, si uno se fijaba, hoyos en una estructura.
(*) Extraído del libro: Una realidad aparte de Carlos Castaneda Transcripción: ASRAV
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